Hoy amaneció nublado. El patio estaba cubierto de hojas . «Parece que se adelantó el otoño», me dijo Raquel, mientras colgaba unas toallas. Miré hacia el cielo y sentí el cambio. Efectivamente, he notado que está más oscuro cuando me levanto y que el agua de la ducha sale cada vez más fría. He notado, también, el aumento de ruido en las calles del vecindario, por donde transitan los autos con estudiantes hacia los colegios cercanos. Casi todos los diarios, revistas y noticieros de la TV se han referido al fenómeno de marzo, al término de las vacaciones y al encuentro, casi desencuentro, con un nuevo año laboral. Los sicólogos dan verdaderas recetas para que no suframos tanto, porque han descubierto que el tiempo de vacaciones no es suficiente para que nos desconectemos de las odiosas rutinas.
Recuerdo una ocasión en que, llevado por la marea de gente que abandonaba la ciudad cargada de elementos para disfrutar el verano, embarqué a mi familia en un viaje a la carretera austral. Fueron días de intenso trabajo, armando y desarmando carpas, cocinando, cuidando a los niños y discutiendo por cualquier pequeñez que sirviera de pretexto a nuestro malhumor. Finalmente, cuando llegamos a casa, di gracias a Dios por traerme de nuevo a mis amadas rutinas y me prometi que en adelante las vacaciones serían descanso y no más trabajo ni conflictos
Cuando era niño, las vacaciones las pasábamos en casa, a la espera de algunos acontecimientos especiales . A veces llegaba de visita una tía lejana trayendo consigo a una prima con la que jugaríamos esos audaces e inolvidables juegos de manos o , bien, un primo bueno para nadar que nos serviría de garantía a la hora de pedir permiso para ir al río. Un par de veranos nos llevaron a la playa para que disfrutáramos mientras nuestra madre se sacrificaba para atendernos y alimentarnos en medio de las incomodidades propias de un campamento. Pero casi ningún niño salía de vacaciones, excepto los hijos de quienes tenían los puestos más importantes en las minas de carbón. Ellos salían, y regresaban tostados por el sol, con la piel a medio mudar. Recuerdo esas manchas, en los brazos y en la punta de la la nariz , lucidas por las adolescentes y jovencitas como una marca de prestigio. En todo caso nadie sufría por no haber salido de vacaciones; no existía en esa época el convencimiento de que para descansar hay que salir y hay que consumir.