Los ojos del Coronel Astudillo


Nunca supe, en definitiva, qué color tuvieron los ojos del Coronel Astudillo. Si usted se encontrara en mi lugar, habría tenido la misma dificultad ; porque sus ojos parecían mirarme desde el fondo de un mar ceniciento, como si no pudieran ver aquello que miraban.

Desde luego que para eso debería haberlo conocido como yo lo conocí.

Estaba en el salón grande, sentado en una silla que le quedaba estrecha, con un poncho araucano cubiéndole las rodillas. Todavía conservaba el vozarrón de mando y algunos gestos altivos, como en los viejos tiempos.

-Estoy gordo y viejo, mi amigo. Algo achacoso, pero estoy entero. Cuéntame de ustedes, de mis compadres, de tus hermanos. ¿Qué ha pasado en el pueblo? ¿Alguna novedad?

Le conté cosas. El también habló, pero no de todo. Era imposible que lo hiciera, porque los años que nos habían entregado confianza, finalmente nos habían separado.

Aparentaba un poco más de setenta años, pero no podía tener tantos. La vida le había cargado el cuerpo y el alma con diez o doce calendarios de añadidura. Yo recordaba muy bien los años que estuvo cerca nuestro. Entonces tendría cerca de cuarenta años y yo no más de doce. Iba diariamente a nuestra casa y se se ubicaba frente a la ventana que daba a la calle de acceso. Por allí debían entrar y salir forzosamente todos los vehículos, incluyendo las carretas en que los campesinos traían frutas y verduras al mercado de los viernes. Eran carretas tiradas por bueyes mansos y aburridos que yo miraba desde la mesa del comedor, donde repasaba los apuntes de las clases de historia. Lo miraba de reojo y alguna vez pensé que aquellos héroes habían tenido su figura. José Miguel carrera , con la misma frente alta y las charreteras plateadas sobre los hombros. Pero podría ser como Manuel Rodríguez , con esos ojos penetrantes y astutos. Desde una página me miraba Simón Bolívar y yo trataba de retener en la memoria la fecha de la batalla de Ayacucho, pero la vista se me iba hacia el perfil sereno , varonil, que en una mano sostenía el vaso de aguardiente que mi madre le llevaba y en la otra , humeante, su cigarrillo preferido: un lucky , sin filtro.

Más allá, la pareja de policías controlaba el acceso al pueblo. Detenía las carretas y se les veía hablar con los campesinos. Sin oír, él sabía lo que conversaban.

Así controlaba a sus hombres, desde puntos estratégicos. Los quería diáfanos, justos y transparentes.

-Orden y Patria -, decía. -Ese es el lema.

Pero él añadía otro elemento que le parecía vital: sentido de la justicia.

-Es que somos responsables de un uniforme sin manchas. Lo peor del médico es abusar de su paciente.

-¿Y de un policía? -preguntaba mi padre, acercándose con otro vaso de aguardiente con murtillas y la vanidad secreta de tener amistad con alguien que detentaba poder.

-Es lo mismo-, afirmaba el capitán Astudillo, sin apartar la vista de la ventana.

-Lo peor de un cura es traicionar el secreto confiado y lo peor de un policía es eso, ¿ve, compadre ; ves, historiador? Ahora están diciendo que no pasa la carga hacia el mercado si no les dejan en sus casas un canasto de frutilla. -Mire, mire cómo se están hinchando con las cerezas.

Los ojos le relucían y yo volvía a ver al mariscal Sucre frente al enemigo.

Así era el hombre. Salía por la puerta trasera y enviaba a otros policías a traer ante su presencia a los que estaban controlando la esquina. Los amonestaba y en más de una ocasión los castigó con arresto interno

Años después, todavía el pueblo lo recordaba .

-Esto no pasaba en los tiempos del capitán Astudillo-, decían.

-Sí, era un hombre justo -agregaban.

Seguramente el único que no lo recordaba con simpatía era don Tuco Martínez, pero eso había sido un asunto personal originado en una trifulca histórica . Ese año los maestros de la escuela salieron a la calle gritando por mejores remuneraciones y la gente quedó alborotada. Los policías se pusieron nerviosos y, a pesar de las instrucciones del capitán Astudillo, repartieron bastonazos a la multitud para calmar los ánimos

– ¡ Fue el «paco Lazcano» , fue él – gritaban. – ¡Fue él quien hirió a la señorita Marta.

-¡Un sablazo¡ ¡Fue un sablazo en plena frente ¡

En el suelo, la mujer yacía aturdida, con la blusa manchada de sangre .

– ¡Tiene siete meses de embarazo y estos brutos le pegaron- , gritaban los dirigentes del magisterio.

Don Tuco puso al día siguiente la blusa ensangrentada de la maestra en la vitrina de su librería, que era la vitrina más grande del pueblo y donde cientos de personas se distraían diariamente mirando los innumerables artículos de escritorio que semanalmente iban cambiando de lugar, como por encanto, así como los únicos títulos de literatura .

«Así actúa la represión policial. La profesora está hospitalizada y puede perder su guagua«»

El Capitán Astudillo lo tomó como una ofensa a la instituición. Amenazó con cerrar la librería, pero no tenía órdenes. Hizo correr voces de allanamiento, pero no tenía motivos. Por fin aceptó el plan del Sargento Jara, que le propuso disfrazar a un policía para simular un asalto.

A media noche pasó el jinete galopando, con la manta al viento y el sombrero alón calado hasta las cejas. Frente a la vitrina sacudió un latigazo que pulverizó el vidrio, con tan mala forrtuna que no pudo rescatar la prueba del delito, se hirió un brazo y se le cayó el sombrero. El viudo Ruiz iba una vez más al hospital, esa madrugada, para atenderse de un preinfarto, cuando escuchó el galope . Levantó la cabeza y reconoció al «Palomo» Peña, que había sido campeón en las carreras a la chilena antes de ingresar al cuerpo policial.

Al otro día don Tuco puso un segundo cartel junto a la blusa manchada y al sombrero .

«El Cabo Peña rompió anoche esta vitrina para robar la blusa ensangrentada que compromete el honor policial. «Palomo» Peña es culpable y debe ser arrestado. Pero el que le dio las órdenes debe renunciar.»

En todo caso el incidente había sido un hecho aislado. Cuando cambiaron los tiempos, el pueblo aún lo recordaba como a un amigo.

Porque los tiempos cambiaron . Una mañana todo se dio vuelta y los que se encaramaron como salvadores de un gran peligro que aseguraban haber detectado, lo controlaban todo y esquilmaban a todos. Al pueblo habían llegado tanquetas y vehículos de guerra. En la cabina de uno de los jeep iba casi siempre el turco Zegala, indicando con su dedo índice a los que había que castigar por traidores. Todos le temían, especialmente después de que su dedo apuntó a la casa del cura italiano y nadie volvió a verlo.

-Si estuviera aquí el capitán Astudillo- ,decían, pero él ya no estaba. Un año antes había sido trasladado a la capital para seguir un curso de especialización que lo pondría en camino de ascender a cargos superiores; jinetas sobre los hombros, adornos plateados bordeando la gorra y los puños, pequeñas estrellitas que sumadas unas a otras tendrían la virtud de hacerlo actuar sin contrapeso.

Allá lo debió sorprender el asunto. Nunca he creído que hubiera estado en antecedentes, porque se le veía tan sencillo, tan cercano, tan recto. Tuvo que aceptar las estrellas a la carrera, sin fiestas ni voces de mando; había una guerra en marcha y todos debían alinearse para enfrentarla.

En el pueblo , los antiguos dirigentes habían huido o estaban encarcelados. Los militares patrullaban las calles , entraban en los hogares y vigilabana los líderes . La mayoría de las familias que hasta entonces circulaban por el pueblo decidieron encerrarse a a esperar cualquier cosa en medio de la noche.

-Si estuviera aquí el Capitán Astudillo -decían, pero no estaba.

Yo lo pude ubicar , algunos años después. Mi padre me autorizó a viajar a la capital para hacer los trámites de ingreso a la universidad y me entregó una carta para él con la esperanza de una retribución por los años de antes. La capital me pareció mucho más sucia , monstruosa y asustada de lo que esperaba. Anduve caminando todo del día, hasta que di con el conjunto de edificios en que vivían. Estuve largo rato frente a la puerta de acceso, sin saber que era observado. Un guardia revisó mis documentos y habló al departamento para solicitar la autorización. Después de un rato pude abrazar a la Sra. Vilma. Ella estaba aún más hermosa que antes y más sofisticada . Su abrazo volvió a impregnarme de ese olor que yo había percibido en ella un día que la vi salir de la ducha, envuelta en la toalla, y me pidió que le pusiera una crema en su espalda. No había nadie más en la casa. Fue un momento extraordinario que me persiguió como un enjambre de abejas hasta que terminó mi adolescencia.

-Sí, mi padre está bien, mi madre también; todos estamos bien por allá. Ahora estoy en la universidad. Sí, claro, la historia es apasionante.

La casa era opulenta. Todo estaba muy bien distribuido, con un orden elegante que ponía cada cosa en el lugar preciso. El jarrón de porcelana china con crisantemos en el centro de la mesa de castaño recién pulida. Las fotos del teniente, del capitán y , finalmente, del Coronel. Era él , tal como yo lo recordaba, excepto que sus ojos habían cambiado.

Primero sonó un timbre y después entraron dos hombres con trajes oscuros y metralletas cortas. Me obligaron a ponerme de cara a la pared para registrarme. Vaciaron el maletín .

-Nada en la chaqueta, nada en el bolsillo del pantalón, nada en el maletín de cuero-, dijo el más delgado.

-Somos amigos-, dije, asustado.

-Amigos de la familia -, dijo ella, con voz tranquila y segura.

Uno de ellos habló a través de una radio y entró el Coronel. lo primero que le vi fueron los ojos enrojecidos que trataban de ser amables.

Un abrazo apretado me estrechó las costillas hasta casi juntarlas. Traía puesto un chaleco antibalas que se quitó de inmediato. Dejó la metralleta colgada en un lugar estratégico y ordenó a los hombres que se retiraran .

-Ahora nos obligan a tener guardia permanente -, dijo .

A medida que se acomodaba en el sillón blanco, fue recobrando su tono cariñoso. me preguntó por mi familia y todos los conocidos del pueblo. Poco a poco se fue sintiendo más a gusto.

Esta vez era whisky.

-Traiga hielo para nuestro joven amigo, Vilmita -, gritó hacia la cocina.

-Todo bien, le mandan saludos sus compadres, también don Adolfo y toda la gente con la que usted compartía y que le recuerda mucho.

Me preguntó por algunos que él recordaba y que yo no conocía.

-A ése parece que lo arrestaron.

El hombre se veía fornido, cuadrado. Lo comparé con las fotos de la pared y me pareció que había venido creciendo para todos lados, sin embargo era el mismo de antes. Aparte de eso, desde luego.

Los recordaba a todos, a pesar de los años que habían pasado.

-Quién iba a pensar que hace ocho años que me vine de allá.

Siguió preguntándome por otras personas.

-A ése dicen que lo fusilaron, pero yo no sé muy bien.

-¿Y el anarquista de la librería ?

-Supe que lo tuvieron detenido en la isla. Nunca más volvió al pueblo.

-Se estaba envalentonando mucho ese desgraciado-. ¿Te acuerdas cuando me inventó unas calumnias para tratar de sacarme del servicio?

-¿Sabías que nos querían descabezar a todos? -, dijo a mis espaldas la señora Vilma. Después agregó:

-Hasta tus padres estaban en la lista negra. Todo por ser nuestros compadres.

Ella trajo la cena. Hablamos hasta muy tarde; la familia, el pueblo, la situación. Al final, estábamos los dos solos. El, sin hielo. Al abrir la segunda botella, ya éramos los de antes, sin serlo. Supe que tuvo una misión delicada; solamente controlar una de las vías de salida de la capital. Por allí pasaron, en algunas noches, los camiones.

-Tú sabes, después del toque de queda. -carraspeó y bebió otro sorbo.

No, eso no le correspondía. No sabía y no quería saberlo. Su obligacioón era solamente controlar el paso de los vehículos. Pedir la documentación a los conductores y las guías de despacho firmadas por otros con más estrellas que él. La carga era cosa de ellos.

-¿A dónde?-me oí preguntar, con una voz traposa .

-Bueno, jovencito -dijo el coronel; eso es secreto militar. Ni yo lo sé. Tal vez Valparaíso. ¡Qué se yo . ¡ No preguntes huevadas, historiador-.

La señora Vilma apareció, en bata, para encender unas velas que ayudarían a disipar el humo de los cigarrillos.

Cerca de las tres de la madrugada volvimos a hablar de mis futuros estudios y se explayó en sus conocimientos de historia. Después hablamos de las muchachas del pueblo . El siempre estuvo buscándome novias. Si encontraba una niña que le gustara, se las arreglaba para que yo la conociera. Me miraba, después, guiñándome un ojo, para hacerme saber que él estaba detrás del encuentro. Pero entonces sus ojos no estaban enrojecidos ni turbios.

El anciano de la silla de mimbre tose con cierta desesperación. La manta araucana se desliza por sus rodillas. Tomo un vaso de leche de la mesita y se lo alcanzo. Se lleva el vaso a los labios con un temblor ligero de la mano derecha y bebe unos sorbos. Seca sus labios con un extremo de la manta.

-Volveré . No creas que voy a estar mucho tiempo más en esta silla. Me estoy recuperando. Me jubilé anticipadamente para disfrutar de la vida. Son estas malditas piernas que me fallan un poco, pero con unas vitaminas se pondrán fuertes otra vez y podré volver- dice, sin tener idea que en el pueblo todos supieron cuando lo dieron de baja por aquel incidente en el que mató a tiros, en plena calle, a su esposa y al amante de su esposa, y que debió pasar más de cinco años detenido y con tratamiento siquiátrico.

-Salúdame a los compadres- dice, mientras me mira partir con unos ojos que parecen dos moneditas viejas cayendo al fondo de un abismo.

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(*) La historia se la conté , entre puchos y tintos , a mi amigo, el cura claretiano Agustín Cabré R. en la fecunda década del ochenta . Un par de meses después vi la historia escrita sobre mi mesa de trabajo. La reescribí y se la envié. Creo que me la devolvió con algunas enmiendas y fue a dar al baúl de «obras incompletas». Puede decirse, entonces, que es un divertimento a «cuatro manos» .

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