El Recreo


El RecreoEs esa estudiante que trabaja un poco alejada de los demás grupos, analizando el poema escrito en la pizarra con tu letra caligráfica, insuficientemente legible, que la obliga a llamarte para aclarar sus dudas. Así que vas, te sientas a medias en el borde de su mesa, dando la impresión de relax, inclinas tu cuerpo para escuchar mejor sus preguntas, la empiezas a sentir tan cerca que te inunda ese temblor de escalofríos y entonces algo gira impensadamente en el viento , ya no es abril, el paisaje ha cambiado : ahora estás en el patio del liceo, admirando su belleza madura, sentado a medias en el viejo banco, a centímetros de ella que se reclina en el manzano de tal forma que tus ojos quedan a la altura de su pecho, viendo cómo sube y baja al ritmo de su respiración. Admites que ya no es tan delgada y que en sus muslos blancos se dibuja una fina vena azul, como madonna de esas poesías renacentistas que le hacías leer cuando era estudiante y te llamaba para que le dijeras qué letra era tal o cual dibujo arabesco en la pizarra, qué significaba Carpe Diem, por qué la vida era fugaz; cuando te inclinabas para oírla mejor y te inundabas de ese olor que traspasaba sus poros, traspasaba también los tejidos de su uniforme y te dejaba desolado, porque en la memoria de tu olfato alcanzabas a encontrar el vago recuerdo de una embriaguez celestial sin saber exactamente a qué sentimiento correspondía ni dónde o por qué le perdiste el rastro para siempre. Así que ahora te quedabas sentado en ese viejo banco del patio, mirando , como en el cine mudo, el desfile de muchachos uniformados que iban y venían, pasando a través de ti como si fueras un fantasma, subiéndose al manzano para echar abajo a golpes los frutos todavía verdes, abriendo la boca para gritarte groserías que no puedes escuchar, porque no salen de sus gargantas. Y hay una escena en la que apareces en primer plano, con la cabeza recostada en su regazo, abrazado a su cintura, mientras te rodea el cuello con sus brazos, levemente inclinada sobre ti, con sus largos cabellos rodando brillantes y oscuros por tus hombros, ocultándote el rostro. Entonces una música de piano empieza a llenar suavemente el ambiente, las siluetas uniformadas permanecen en el fondo, moviéndose apenas, pesadas y difusas, como si estuvieran en el interior de una esfera gelatinosa. La bruma olorosa que viene de su cuerpo te alcanza y embriaga, haciéndote perder la compostura; porque en las palabras al oído, en la respiración caliente, en los dedos que se deslizan por la piel estremecida, en los besos húmedos y ardientes, en el desesperado abrazo has reconocido de golpe el rastro perdido del amor y la cópula los arroja juntos al abismo de la felicidad, de donde sales como de un sueño prolongadamente soñado, con cautela, abriendo poco a poco tus ojos para que no te ciegue el cielo; y como estás de espalda sobre la hierba, ves primero tu corbata, luego una parte del pantalón y finalmente la punta lustrada de tus zapatos negros. Y si ahora sigues subiendo la mirada, como si tuvieras una cámara filmadora, un poco más arriba verías crecer el manzano donde ella se reclina, cruzados los brazos sobre el pecho, con su pie recogido y apoyado en el tronco, mirándote a los ojos, con esa mirada que enciende el corazón y lo refrena , con los cabellos mecidos y desordenados por este viento en el que nuevamente algo gira impensadamente, sacando a las siluetas del segundo plano, devolviéndoles su velocidad normal y sus voces, como si la campana del recreo quitara la pausa de un video y tú comenzaras a bajar de la mesa en que te habías sentado a medias, confundido por su aroma, sin atinar a comprender por qué los cuerpos uniformados te estrellan y ya no pasan a través de ti como si fueras un fantasma.

Escrito en Curanilahue el año 1993 y publicado en LLUVIAS Y SEQUIAS DE UN PUEBLO IMAGINARIO (narradores de Curanilahue, edicionesl Puelche, Santiago, 1994).

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