El Rumbo de los Lagos


No la reconocí de inmediato. Pensé que era una de esas turistas que pasan obligadamente por el pueblo cuando pierden el rumbo de los lagos. Conducía lentamente y me miraba a través del vidrio semioscuro. “Así deben mirar los peces desde sus peceras”, pensé, mientras la memoria me devolvía, en un relámpago, su rostro quince años más joven. Me detuve y volví la cabeza, pero el automóvil había desaparecido. Desde entonces volvimos a repetir los gestos casi por instinto; yo inventaba excusas de adolescente para estar temprano en la esquina del correo , ella daba vueltas innecesarias a la manzana hasta encontrarnos. Entonces disminuía la velocidad, bajaba el vidrio de la ventanilla y yo podía percibir claramente la melancolía de su mirada. Así fue como me di cuenta de que las formas de mis sueños ya no eran las mismas.

Cuando cumplí quince años mis padres dieron una fiesta a la que vinieron mis abuelos y una gran cantidad de tíos y primos que se repartieron por la casa con la complicidad de mis hermanos para beber a escondidas el licor de los mayores y husmear en cuánta cosa se les pusiera por delante incluida la caja de cartón en la que guardaba las cartas que jamás te enviaría y la tarjeta de invitación para el cumpleaños al que de todos modos no vendrías porque no nos conocíamos sino de miradas en el patio del liceo y tú ya sabías que me gustabas porque te lo había dicho la misma compañera de curso que después hizo de Celestina cuando nos encontramos en el interior del cine Plaza para ver LA GUERRA DE LOS BOTONES y sufrí una eternidad tratando de sacar mi brazo y rodear tu cuello sin lograr siquiera rozar tus dedos por culpa de esa timidez enfermiza que me obligó a conformar con estar a tu lado en la misma oscuridad mientras los demás muchachos devoraban besos furtivos o ponían sus manos sobre los muslos de tus compañeras y apuesto a que nunca supiste que crecí con el recuerdo de tu aroma adolescente y tu mirada soñadora que me aparecía en todas partes cuando eras la de boina gris y suaves colinas en los versos de Neruda o Claudia indiferente en los epigramas de Ernesto Cardenal que leíamos a escondidas con el profesor de castellano en los tiempos de los militares y después la más bella entre las bellas cuando el cura Bécar analizaba el Cantar de los cantares en el seminario viejo mientras me volaba por la ventana que daba al parque a esa hora en que siempre había una fila interminable de autos que iban o venían y yo contaba las Citronetas y los Fiat 600 que pasaban en un lapso de dos minutos estableciendo una diferencia numérica casi siempre favorable a las citronetas en esa especie de juego solitario que me había enseñado el huaso Medina que tampoco se hizo cura y volvió a su pueblo convertido en el primer alcalde de la dictadura ante el asombro de su propia familia que lo vio engordar y enriquecerse con la misma rapidez que lo hizo el tipo con el que te casaste ese mismo año y recorriste medio mundo hasta que decidiste regresar cuando los especialistas te dijeron que de ninguna manera podrías tener hijos y viniste a llorar en el hombro de tu padre que no acierta a entender la tristeza que te inunda porque al millonario le interesa más su descendencia que su esposa.

 He soñado siempre con espacios que se derrumban o están en ruinas. En esos espacios se amontonan objetos de otros tiempos : hay maletas desvencijadas, sillas de montar rotas, figuras de yeso incompletas , llantas de bicicletas… Son espacios donde la soledad huele a húmedo y a los cuales se llega casi siempre por una escalera angosta que cruje cuando subo sus peldaños llenos de polvo. Sin embargo mis sueños han cambiado en estas últimas noches. No sé cómo empiezan, pero siempre terminan con un mar fluyendo suave al otro lado de las ventanas, rodeando la casa como a un submarino de madera. Por ese mar de crepúsculos pasan gigantescos peces de colores y formas nuevas, se devuelven y vuelven a pasar, se enredan en las flores y luego se liberan solas, como si rieran. Yo miro todo ese desfile con una felicidad distinta, de pie en medio de la sala sumergida. Cuando despierto estiro mi cuerpo y me revuelvo. Mis pies tocan la carne de mi esposa, que duerme indiferente. Me levanto y me ducho, tratando de revivir el sueño bajo el chorro de agua fría. Tomo desayuno y salgo al trabajo, caminando cuidadosamente para no espantar la emoción del sueño; caminando lentamente, con la cabeza gacha. Tal vez por eso no te reconocí de inmediato cuando pasaste en tu auto lleno de lujos por la esquina del correo y pensé que eras una de esas turistas extraviadas que pasan al pueblo a preguntar por el rumbo de los lagos.

Escrito en Curanilahue el año 1989 . Cuento seleccionado en el concurso nacional de cuentos del diario LA EPOCA, 1990 y publicado en LLUVIAS Y SEQUIAS DE UN PUEBLO IMAGINARIO (narradores de Curanilahue, ediciones Puelche, Santiago, 1994).