El Olor del Viento Norte


Amaneció lloviendo. El aguacero debió empezar como a las tres de la mañana, porque a las dos, cuando desperté con la urgente necesidad de orinar, tenía en la nariz ese olor del viento Norte que precede a los temporales. Volví a la cama, pensando que el olor era parte de un sueño que todos habían experimentado en el pueblo . Quizá por eso me quedé dormido más allá de lo habitual , arrullado por el murmullo del agua que corría entre la tejas y el repiqueteo de las goteras sobre los tiestos arrumbados en el patio.

-¡Qué repiqueteo, sueños ni murmullos¡ -me dijo el vecino Baltazar cuando le pregunté si también él se había quedado dormido-. Ya me había olvidado de la lluvia y no revisé el techo -dijo. Imagínese, vecino, que estoy en pie desde las cinco de la mañana , estrujando sacos y poniendo recipientes por toda la casa.
-Así es la vida, Don Balta- le grito-, mientras corro por el callejón, haciendo zig-zag para no poner los zapatos dentro de las pozas de agua que ya comienzan a formarse.
Durante el almuerzo , mientras comentábamos el acontecimiento, uno de mis hijos preguntó si habíamos oído cantar a los Treiles, anunciando la lluvia.
-Yo los oí ayer- dijo-, pero no lo comenté con nadie. ¿Quién me iba a creer?
Tenía toda la razón, porque nadie había vuelto a saber de cantos ni de vuelos de Treiles en tres años seguidos, desde que aquel grupo de mujeres que regresaba del bosque de la Santa de la Piedra, con atados de leña seca para el invierno, contó que había visto caer pájaros muertos desde los pinos más altos.

-Son cuentos de viejas meonas-, sentenció el cura Adolfo, que jamás daba crédito a narraciones sobrenaturales vertidas por boca de mujer, cuando Don Camilo se lo dijo en una de sus habituales partidas de dominó. –¡Qué van a morir pájaros como por encanto¡. Deben ser esos muchachos de la Banda de Guerra del Liceo , que pasan con hondas y escopetas para el bosque. Pero ustedes tienen la culpa por consentirlos tanto ; si en lugar de aplaudir sus pasos de fantasía y esos redobles que ellos mismos inventan los enviaran a estudiar, nadie andaría viendo caer pájaros del alto cielo.

Por la tarde los vecinos se sientan en los bancos de la plaza para que la lluvia los empape. Todos nos contagiamos y circulamos como si se tratara de recibir un bálsamo sobre la piel. Años atrás nos reuníamos aquí mismo, a la sombra de los tilos. Pero un verano el sol fue sofocante, y después los tilos perdieron las hojas en medio de una débil bruma. El siguiente invierno no trajo lluvias, y aunque estábamos conscientes de que a esas alturas del año ya debería haber llovido como para desbordar el río, nadie dijo nada. Apenas hubo comentarios sobre el exceso de calor en las tediosas esperas que se producían en la farmacia de los turcos, cuando acudíamos a comprar venenos, pues no había casa que no estuviera llena de hormigas, ratas y zancudos. Fue un tiempo como de adormecidos. Ni siquiera nos inquietamos cuando empezaron a invadirnos los abejorros dorados de la sequía. Sólo los niños intuyeron el peligro, porque se dieron a la tarea de atraparlos con palabras de falsa amistad. : “Pan-pan, colihuachos; pan-pan , colihuachos”, les recitaban para atraerlos. Luego les soltaban el zarpazo y los atrapaban. Los más diestros los martirizaban clavándoles una fina espiga en sus traseros, y los echaban a volar cantando, a coro, “ llévale esta carta a mi adorada”. Los abejorros levantaban el vuelo con dificultades debido a las descomunales colas. Desde lejos eran aún visibles; pasaban rasantes por el puente de la máquina y se iban río abajo, sobrevolando el cauce lleno de basuras por donde corría todavía un hilo de agua sucia.

-No es necesario andar haciendo mandas para que llueva-, dijo el padre Adolfo en la misa del domingo siguiente, cuando las beatas se quejaron porque la gruta construida recientemente al costado del templo no estaba favoreciéndoles sus ruegos.

-En vez de rosarios a esta Virgen, le hubiésemos llevado velitas a la Santa de la Piedra-, dijeron algunas.

-No es bueno ir hasta allá, acuérdense de lo que les pasó a los pájaros-. Dijo don Camilo, secándose la transpiración de su nariz deforme. Y agregó-menos ahora, que los nuevos dueños de esas tierras pusieron alambradas de púas en todos sus predios.
Sin embargo la sequía era tan grande que decidimos arriesgarnos. Yo mismo guié a las beatas en la peregrinación de cantos y velas encendidas a través de las plantaciones cercadas.

-Eso te pasa por amujerado-, me dijo , después, el padre Adolfo, cuando le conté que casi me morí de susto al sentirme extraviado en la infinidad de nuevos senderos que tenía ahora el bosque; porque cuando cayó la noche y todavía andábamos con las velas encendidas y rezando, entrando y saliendo de atajos falsos, sin que el Chucao nos cantara ni a la derecha ni a la izquierda, no nos quedó otra cosa que desarmar la procesión y regresar.

-¡Basta de tanta tontería¡-, pregonaba el sacerdote desde el púlpito. -Si el pueblo quiere terminar con la catástrofe, debe dejar de lado los rezos y organizarse para protestar contra las grandes empresas forestales que han comprado a precio irrisorio estas tierras de campesinos pobres para cortar sus araucarias , robles y avellanos y sembrarlas completamente de pinos. ¿Por qué creen que los pájaros y los insectos mueren o huyen? ¿Por qué las vertientes que antes traían abundante agua al río ahora están prácticamente secas? ¿No se dan cuenta, hermanos míos, que nos han cambiado el paisaje?¿No se han dado cuenta de que los ciclos que la naturaleza tiene establecidos para preservar la vida han sido alterados artificialmente? La fuente de este mal está en la ambición de unos pocos inescrupulosos que se hacen ricos a riesgo de hacernos desaparecer del mapa.
-Este cura es un comunista de mierda-, decían los que se retiraban del templo en mitad del sermón, –mira que venir a prohibirnos rezar.

Al anochecer la lluvia aumentó su fuerza. El aroma que brotó de la tierra reseca con las primeras precipitaciones , dejándonos la sensación de yerbas medicinales, había desaparecido. En su lugar navegaba ahora un olor a mar podrido que se colaba por todos los vericuetos, anunciándonos el regreso de los temporales.

-Los Treiles siguen pidiendo agua, y yo no puedo arreglar ese tejado mientras no escampe la lluvia-, me dice Don Baltasar.
-No va a escampar tan rápido, Don Balta, le digo, mientras le alargo las herramientas que me vino a pedir prestadas ante la emergencia. -¿Acaso no siente el olor del viento Norte?
El viejo levanta la nariz y olfatea al aire, luego, a modo de despedida, dice :
–Entonces va a quedar la cagada-. Y se va por el callejón sin ninguna precaución por el lodazal que se ha formado.

A pesar de los sermones y las romerías a la Santa de la Piedra, ese año no pudimos parar la sequía. Tampoco el año siguiente, cuando el padre Adolfo decidió volver a su país para curarse las úlceras que le habían aparecido misteriosamente. Lo intentamos todo, hasta trajimos a una Machi para que repitiera el ritual con que su pueblo había descubierto la forma de hacer llover, pero todo fue en vano. Los días empezaron a parecer eternos. Entonces alguien inventó ese juego de contarnos los secretos, pero terminó por aburrirnos porque el exceso de conocimiento mutuo le quitó sorpresa a las confesiones y porque la verdad de cada uno de nosotros había circulado soterradamente alguna vez, en forma oportuna, enriquecida por el atractivo de ser el último chisme. Así fue como derivamos a contarnos los sueños hasta que nos dimos cuenta de uno que todos habían tenido alguna de esas noches y que yo experimenté un poco después, cuando me levanté a orinar y sentí que tenía en la nariz ese antiguo olor a mar podrido que traía el viento Norte antes de llover; pero no reaccioné, y volví a la cama convencido de que el olor se me había impregnado en ese sueño en que la lluvia caía a torrentes sobre el pueblo, haciendo crujir los pinares en los bosques, llenando el río hasta desbordarlo en una especie de explosión que entraba a las cocinas y salía por las ventanas de los dormitorios arrastrando cajas, colchones, artefactos inutilizados y gatos semiahogados hasta la calle principal, donde un centenar de náufragos sonámbulos intentaba aferrarse a cualquier cosa que flotara.

Escrito en Curanilahue el año 1991 y publicado en LLUVIAS Y SEQUIAS DE UN PUEBLO IMAGINARIO (narradores de Curanilahue, ediciones Puelche, Santiago, 1994). Fue incorporado a la antología regional de cuentos de Matías Cardal, en 1996)

2 respuestas a “El Olor del Viento Norte”

  1. por favor .aunque te cante el treile del tiempo, no dejes de escribir y publicarlo en tu pagina ya que cuando quiero y deseo tener añoranzas ,me voy directamente a tu pagina a leer y puchas que lo paso bien.muchas gracias por los momentos que nos regalas PANCHO RUIZ.