No sabía lo que era un Cuye. Un día apareció en el patio del colegio un alumno con una caja de zapatos, seguido de una nube de niños y niñas más pequeñas que pedían a gritos uno de esos animalitos que llevaba en la caja.
Está bien, le dije, pero trata de regalarlos ahora mismo, no quiero que el alboroto se repita en el segundo recreo-. Me miró con sus ojos de pájaro risueño y se fue hacia el patio de los alumnos grandes, seguido de la nube bulliciosa.
Durante el segundo recreo estuve revisando unos papeles en mi oficina. La ventana , abierta de par en par, daba a un pequeño parquecito que solía ser visitado por estudiantes de los cursos más chicos que al llegar la primavera se dedicaban a construir allí hogares de fantasía, pequeños campamentos o guaridas con elementos y desperdicios recogidos en los rincones del patio.
Apareció en la ventana una cabeza pequeña, cubierta de mechones delgados .
-Su hijo llevó un cuye , así que ahora podrá conocerlos bien. Comen verduras, pero no cualquier verdura. Cuidado con el perejil, pueden envenenarse- .
La voz aguda que me llegaba de la ventana, elevó su tono:
–Vuelvo en el recreo largo-.
Luego escuché la campana llamando a clases y el estampido de los pequeños que salían de sus guaridas , gritándome a través de la ventana :
Entonces yo también me levanté y caminé por los pasillos hasta la sala de profesores con la esperanza de que al ver al Director los más perezosos apuraran su paso a las salas de clases.
“Mi esposa no va a estar contenta”, pensé. “Desde que tuvimos aquel perro que murió envenenado en sus brazos, no quiere otro animal en casa ; menos éste, que es prácticamente un ratón. ¿Por qué mi hijo se lo habrá pedido al pequeño ilustrado? ¿Dónde lo pondrá?”
En la noche, mientras lo veía confeccionar una casa de emergencia a su mascota , con el mismo afán que los chicos construían casas y guaridas afuera de mi oficina, supuse que lo había adoptado para mitigar una crisis sentimental , una de esas dolorosas penas que hay que vivir un par de veces antes de tener el corazón listo para el amor. Aquel pequeño animal de pelambrera rubia le ayudaría en el solitario duelo, no había duda.
Su madre le dijo lo que esperábamos oír:
-Supongo que tú te vas a encargar de alimentarlo y asearlo. Tener una mascota no es un juego, hay que hacerse responsable de ella. Desde ahora te digo que yo no pienso preocuparme de ese ratón horrible. No lo quiero ver adentro de la casa.
La improvisada casa del cuye , en su primera noche, fue una cajita de cartón instalada en el dormitorio de mi hijo. En los días siguientes , convertido en un creativo y perseverante orfebre , le fabricó la jaula que jamás tuvo cuye alguno, espaciosa y alta como un circo en miniatura. Podía correr en su interior y trepar a un carrusel fabricado con antiguos juguetes. Una puerta diseñada para abrirse sólo desde afuera y que después cedería a la presión de sus patas delanteras, le permitiría salir al patio, donde el pasto y algunos arbustos harían sus delicias , siempre que no lo derribara de un zarpazo alguno de los gatos intrusos del vecindario que de vez en cuando pasaban caminando ceremoniosamente por el vértice de las murallas divisorias
.
-¿Y su hijo se acostumbra al cuye?-
Abriendo los ojos, esperanzado, agregó:
-Porque, si no se acostumbra, me lo puede devolver.
Me acerqué a la ventana; los niños de primer año habían puesto sillas rotas y cartones, además de retazos de cortinas en el pequeño parque , demarcando sus espacios. Ahora, dueños del lugar, parecían estar en una reunión de dirigentes sociales donde se destacaban nítidamente las voces femeninas.
–Cuando era chico, yo también jugaba a eso-, me dijo, adivinando mis pensamientos. Pero ahora soy grande.
Claro, le dije-, ahora te dedicas a regalar cuyes. Y, a propósito de cuyes, déjame decirte que mi hijo le hizo una inmensa jaula, donde el ratón juega haciendo rodar unas pelotas plásticas y se esconde en unos pedazos de género , también se mete a un tubo que le instaló en la jaula.
Los grandes ojos se opacaron.
–Entonces lo quiere-, dijo, y se fue hacia el patio.
Le grité , desde la ventana, -¿No era eso lo que tú buscabas? ¿Acaso no querías un dueño que cuidara al ratón?
– Sí, dijo, desde lejos-, y moviendo su delgado mechón de cabellos, agregó:
-Lo que pasa es que mi mascota, que era la madre de esos cuyes que regalé, murió ayer, y como usted me dijo que en su casa no aceptaban mascotas, tenía la esperanza de que quisieran devolvérmelo. Pero me alegro de que su hijo lo esté cuidando. En todo caso, no son ratones, ya le dije que son conejillo de Indias-. La voz de pajarito se extinguió en el eco de las campanadas que anunciaban el término del recreo.
En los dos años siguientes, el cuye se había independizado. Su dueño había dejado de hacerle cariños frecuentes, se había alejado. La universidad y las nuevas experiencias que estaba viviendo le ocupaban su tiempo. Yo había dejado el colegio y mi nuevo trabajo me permitía pasar varios días seguidos en la casa. Me instalaba en el patio a leer y muchas veces el cuye pasó por debajo de mis piernas, insinuando un juego. No me atrevía a tomarlo. A pesar de estar grande y tener un larga melena , seguía pareciéndome un ratón. A veces, en esas largas horas en que no había nadie más en casa, le hablaba con esas frases cortas con que se les habla a los recién nacidos y luego me olvidaba de él. De vez en cuando, mientras cocinaba mi almuerzo, le dejaba algunas lechugas fuera de su jaula , tal como había visto hacerlo a mi esposa, que a esas alturas era la que más se preocupaba del cuye. A veces la envidiaba. Yo estaba en el patio y ella llegaba a la casa; cerraba el portón y cuando su llave giraba en la cerradura, el cuye emitía un sonido agudo, una especie de grito de niño mimado y corría hacia la puerta de la cocina por donde ella aparecía un par de segundos después, hablándole en la misma jerigonza con la que le había hablado a nuestros hijos en sus cunas . Bastaba que ella apareciera en el patio, a tender ropa, para que el animalito se le acercara. Otras veces trepaba el escalón de acceso y se metía por la puerta de la cocina, ingresaba al comedor, se paseaba entre las sillas y se escondía en algún rincón. En esas aventuras aprendió a hurguetear en la cesta de las frutas, llevándose en más de una ocasión un jugoso trofeo. Por las noches, mi hijo iba a buscarlo a sus escondites para llevarlo hasta su jaula y protegerlo del frío. Así lo hizo anoche, cuando llegó del cine. Fue al patio a buscarlo, como siempre, con una linterna. Yo fumaba un cigarrillo mientras lo veía conducir al cuye con el sonido de las palmas de sus manos. El cuye entró a la jaula , él puso encima la frazada vieja con la que lo protegía del frío y se fue a acostar. Esta mañana llevé mi taza de té hasta la terraza y desayuné. Desde mi asiento podía ver la inmensa jaula, tapada con la frazada. “Qué raro que no esté emitiendo sus grititos, pensé”. Vi la frazada corrida en la parte baja, por lo que supuse que ya habría salido por una esquina rota de la malla que cubre la jaula. Poco después, mi esposa salió de la cocina con unas lechugas en la mano y empezó a llamarlo con voz de mamá mientras escudriñaba el patio.
-Venga, venga ¿Dónde está mi cochi-cochi?-.
2 respuestas a “CONEJILLO DE INDIAS”
Pancho, con mucho dolor me hiciste recordar no sólo al cuyi, sino, tambié, al Panza y a mesié Pichot. Pero ha sido hermoso después de todo recordar las mascotas que nos han acompañado en este caminar juntos, son parte de nuestra historia, de la tuya, nuestros hijos y la mía. Te quiero
Raquel
ultimamente creo ke mi conejillo de indias tiene frio i si le pongo trapos en su jaula los muerde i se los come me da miedo por si le puede pasar algo pero nose ke poder acer para ke no tnga frio…no sta en un lugar con corriente…
contestarme i darme una solucion porfavor un bexo!