UNA MUJER SOLA EN EL PARQUE SOLO


 

 

Pese a que hay menos tráfico , por lo del fin de semana festivo, cruzo con cuidado la calle ; nunca se sabe, a las nueve de la mañana  todavía pueden ir algunos  conductores ebrios de regreso a sus casas,  nunca se sabe, me repito casi mecánicamente  mientras  Harry tironea la cadena para apurarme . Ha reconocido   la reja  verde que cubre la entrada al parque  y quiere que lo  deje  corretear  libre por aquel lugar fantástico lleno de pasto, árboles y, sobre todo, huellas de otros animales que él puede olfatear por aquí y allá como un verdadero sabueso.  Antes de soltarlo miro hacia adentro del parque, he desarrollado cierta habilidad para detectar la presencia de otros perros  con los que Harry podría entreverarse . Cuando  era pequeño, por temor a que los grandes lo mordieran ; ahora que es grande, por temor a que muerda a los más pequeños. Ya he pasado malos ratos por esta actitud suya de irse,  como un león sobre su presa  , encima de cuánto perro ve a su alcance, especialmente si son pequeños y lanudos, sin importar si sus propietarios los llevan de una correa, los suben a sus brazos o los  protegen a patadas. Haciendo honor a su nombre,  «Harry, el sucio»,  hace castañetear sus colmillos como si se los fuera a comer vivos, mostrando  su naturaleza de  perro callejero, bravucón y asesino. Así que me agacho un poco para soltarlo y es   entonces cuando  veo a la mujer  sentada en el primer banco  del parque. Es una mujer  de unos sesenta años que viste  con la elegancia  de la gente de escasos recursos en un día festivo.  A simple vista parece  una mujer que  iba pasando por fuera del parque y  se detuvo a descansar , aprovechando la sombra de los inmensos árboles de este parque . Al pasar a su lado  veo que ha dejado a sus pies dos bolsas plásticas  con víveres desde donde asoma una marraqueta de pan y una bebida . No son bolsas de supermercado, me digo,  sino de esas que dan en los negocios de barrios que hacen su agosto en estos días en que los supermercados están obligados a permanecer cerrados. Harry tiene arrimada su pata trasera a la base del tronco de un jacarandá y se dispone a marcar allí su territorio, después saldrá disparado as olisquear el pasto  del parque en busca de   otras presencias invisibles para mí. Yo camino detrás, buscando los senderos con sombra mientras voy  cimbrando la correa al compás de mi caminata. Este es  el momento de la vigilia, si aparece un perro más pequeño en el horizonte le doy un silbido  y lo llamo para que venga a mi lado, así puedo detener su ataque y evitarme los improperios que me llegarán al primer descuido.  En todo caso el parque está solitario , como si los padres que pasean a sus hijos pequeños, los amos que pasean a sus perros, los ciclistas , los adoradores del sol, los enamorados, los solitarios,  los vagos y los jardineros estuvieran  durmiendo todavía. Recién me doy cuenta de que la  que la mujer estaba restregando un pañuelo  en sus ojos, por debajo de los lentes. Un ojo ,primero, luego el otro. Podría ser una afección alérgica, especialmente si estamos en un parque lleno de especies que han brotado  con fuerza bajo el ciclo de  otra primavera,  pero, no;  la forma en que sostenía el pañuelo doblado en cuatro partes sobre su ojo izquierdo , con la mano izquierda, mientras con  la derecha levantaba la montura de los anteojos , tenía un aire de suspiro profundo , un aire de desolación y, al mismo tiempo, de dignidad . Harry  me está esperando en la siguiente curva del parque. Debo reconocer que tiene sus cosas este quiltro, como esta costumbre de no adelantarse tanto, de esperarme  y no alejarse por su propia cuenta, aunque  , si fuera humano, su actitud podría traducirse en una especie de “ya, pues , h…, apúrate…”.  No se ven otros perros, por el momento, así que me relajo un poco. Entonces se me hacen más  nítidos el rostro y la apariencia de la mujer que estaba sentada en ese banco, a la  entrada del parque , como si a la pasada le hubiese tomado una foto y ahora estuviera revelándola. Puedo ver las bolsas  a sus pies, entre dos zapatones de color café, puedo percibir  su desamparo; sin embargo no creo que se  trate de alguien que vive sola, más bien creo que tiene un esposo y que en estas fiestas recibió la visita de parientes, sus hijos, posiblemente, que a esta hora aún duermen mientras ella ha salido a comprar  lo que necesita para preparar el desayuno y las comidas del día , debiendo llegar hasta este barrio, donde hay un par de locales comerciales  abiertos todos los días del año.  Allí compró , le entregaron las bolsas y emprendió el regreso, pero algo le acongojaba el alma y no ha podido más,  le pesaron los brazos y le temblaron las piernas; un suspiro, primero, luego otros y , más atrás, el quejido desde donde provino el sollozo. Se detuvo, con ambas bolsas colgando de sus brazos  inertes  y vio la reja verde  abierta, vio el parque solitario y vio aquella banca debajo de un gran olmo. Se sentó allí para dejar que el dolor encontrara un cauce y brotaran las lágrimas, abundantemente, como otras veces que ha tenido que llorar a solas, en su casa, porque esta pena no es nueva. Las dejó salir libremente, primero, las enjugó  con el dorso de su mano, después, y las detuvo, al final, con el pañuelo doblado, presionando  sobre cada ojo, como sellándolos. Así lo hace  cuando empieza a volver la calma, cuando la crisis  cede y ella recupera uno a uno los sentidos alborotados en el  llanto .  Restriega sus ojos y se acomoda los  lentes . No debe notarse que ha llorado, nadie, en su casa, sabrá que estuvo un rato estremecida por los sollozos y que sus lágrimas rodaron sobre el plástico de las bolsas  ; nadie, menos un extraño  como éste que viene ingresando al parque con un perro  y que la  queda mirando, un instante, como si la reconociera.


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