El Padre Ignacio


 

I

Cuando volví a Curanilahue, después de mis años  en el internado y la universidad, tenía 21 años , un título de profesor  de “español”, un contrato para reemplazar al primer pedagogo que había tenido el liceo y, lo más importante, la promesa de casarme con Raquel, que se encontraba  a cargo de la biblioteca del liceo luego de una enfermedad que la hizo abandonar sus estudios y de una  estadía de casi un año en Argentina . Mi primer sueldo vino después de tres meses. Mucho dinero , entonces, que fue dignamente dilapidado, como lo ha sido cada moneda que desde entonces ha llegado a mis manos.  De allí surgió aquel abrigo , entre rojo y morado, largo y entallado, de un cotelé muy suave y anudado a la cintura, con una solapa ancha que estaba a la moda y que Raquel lució el día  de nuestra boda; porque en aquella boda no hubo traje blanco , ni  champaña, ni arroz sobre la cabeza de los novios ni padrinos cachos:  toda esa lesera no tiene nada que ver con el amore y e un insulto para lo pobresnos había dicho el cura Ignacio, con su voz  de cantante italiano, tropezando todavía con algunos artículos y formas verbales de una lengua que sólo había comenzado a usar hacía un par de años y que nunca pudo dominar del todo. Lo había conocido en la oficina parroquial después de que Raquel me pidiera que nos casáramos en la iglesia católica, pues ella pertenecía a ese grupo juvenil. Honestamente, me hubiese casado bajo cualquier  ceremonial, religioso o pagano, con tal de estar luego con la mujer  a la que amaba desde hacía cuatro años y con quien había tenido más cartas de por medio que caricias y besos. Así que me dejé conducir a la oficina del cura italiano del que tanto hablaban, uno que tocaba la guitarra, el acordeón y predicaba de manera diferente. “ Debe ser igual que todos los curas”, le dije a Raquel, para bajarlo del pedestal en que  lo tenía , y le conté que durante mi niñez había ido a misa hasta  los 8 años, cuando hice mi primera comunión,  y que  después no volví nunca a la Iglesia ni supe de curas ni monjas  porque mi madre debió preocuparse por el siguiente hijo , el que hizo su primera comunión dos años después y también dejó de ir a misa cuando ella debió preparar al siguiente,   hasta llegar al último y encontrar que ya estaba bueno y que había cumplido con su deber  de católica. Tampoco supe más de Dios, a quién volví la espalda una noche de espanto, rezando a Satanás debajo de las sábanas para que mi madre no  muriera aquel invierno en que la fiebre no le bajaba y yo di por hecho que  Dios no escuchaba  a los niños desesperados . La oficina estaba siendo atendida por Ana María, una monja  joven que ejercía un fuerte atractivo en el grupo de Raquel. Se veía claramente  que estaba feliz de prepararla para el matrimonio y curiosa por saber más del novio.  Un hombre alto y delgado entraba cada cierto tiempo a la oficina, tomaba algún papel y regresaba al interior de la casa parroquial. Ana María me miraba, adelantando en sus ojos una simpatía  que con el tiempo se convertiría  en  amistad. Quería saberlo todo del novio, mientras llenaba unos formularios. ¿Por qué quería casarme por la iglesia Católica?  El hombre dejó de revolver papeles y se giró hacia nosotros. Usaba unos lentes gruesos, llevaba una chaqueta  verde, estilo casaca de guerrilla, unos blujeans y zapatones, no pasaba de los 30 años. Puso sus manos sobre el escritorio de la monja y me miró, esperando la respuesta. La monja me dijo, “te presento al padre Ignacio”. Nos dimos la mano mientras él me decía “así que tú eres el famoso Pancho; mira que Raquel no hace más que hablar de ti”  . Mi respuesta estaba lejos de lo que él hubiese esperado; yo quería casarme  y Raquel quería que fuese por la Iglesia. El cura encontró lo que buscaba en el cajón del escritorio; unas hojas para su maquinilla de afeitar,  y se fue.  Después pasó lo de siempre, empecé a querer aquello que al comienzo había  despreciado. Había llegado a esas charlas pensando  “Ni este cura ni esta monja, con su pinta de hippies y su poder sobre los jóvenes , me van a convencer de sus huevadas” y después era yo el más interesado en ir a esos encuentros semanales  a los que ahora se sumaba el cura y donde las conversaciones iban por cualquier lado, menos por los del santo sacramento del matrimonio. Yo estaba descubriendo  un espacio potente para mi desarrollo , unos amigos diferentes y, de paso, estaba abriendo los ojos para ver lo que en verdad pasaba en el país en aquellos años iniciales de la dictadura  . A mi lado, tomada de mi mano, Raquel parecía  un poco ajena a las conversaciones que nos desviaban del propósito de casarnos luego. Nos casamos en una ceremonia como las que el cura siempre había querido hacer , pero que la tradición de los novios se lo había impedido hasta entonces.  Nos fue a visitar después ,  a las piezas que arrendábamos y donde habíamos establecido nuestro hogar. Iba siempre con  Ana María y allí continuaron las conversaciones, la amistad , las canciones, no sólo las que nos gustaban, sino aquellas  de cuna para hacer dormir a  Paulo, primero, y luego a Daniela, nuestros pequeños hijos, nacidos en los dos años siguientes. La Parroquia tenía un hogar para niñas y niños provenientes de los campos cercanos que aún no habían sido vendidos a la empresa forestal , dueña ya de casi toda la provincia de Arauco y que había convertido los predios de hortalizas y trigo en bosques de pino. La Parroquia  necesitaba un matrimonio que se hiciera cargo de  esos niños y niñas, acompañándolos tanto en su proceso formativo como en el apoyo escolar. No había sueldo y era una manera concreta de ser cristiano, nos dijo Ignacio; una manera concreta de estar con los pobres y ayudarlos. Después de algún tiempo decidimos irnos; creer en Dios era un asunto concreto. El hogar fue dirigido, en los hechos, por Raquel,  que estaba todo el día en aquel espacio compartido por una veintena de niños y adolescentes  hijos de campesinos y mapuches pobres y nuestros propios hijos, que fueron creciendo con ellos. Yo trabajaba en el liceo y mi aporte consistía más que nada en la presencia de la figura paterna y en la relación con los padres y las instituciones colaboradoras , además de tener un cupo en el  Consejo Parroquial que muchos envidiaban  y que a mí sólo me traía problemas y me  alargaba la jornada laboral , pues durante años debí realizar  clases en  las tres jornadas (mañana, tarde, vespertina), terminando muchas veces después de las 10 de la noche. En el liceo estreché mi relación con Ana María, que hacía clases de filosofía. Una vez preparamos juntos un trabajo sobre El Principito y a su puesta en escena invitamos a Ignacio , que no era una visita bien recibida por las autoridades del establecimiento debido a su conocida postura crítica al régimen  militar. Pero él no perdía ocasión de estar con los jóvenes, porque entendía que ellos podían ser una fuente de conocimiento y reflexión para el cambio que el pueblo necesitaba. Cada día yo descubría una faceta nueva en el sacerdote; su sensibilidad artística era clara, podía sintonizar rápidamente con el teatro, la música y la pintura. Las misas que realizaba eran una suma de estas artes.

 II

 

Ignacio se llamaba, en realidad,  Ignazzo Garau. Provenía de un lugar de Italia llamado Ussaramanna, poblado de casi 600 habitantes en la isla de  Cerdeña.  Había ingresado al seminario siendo un niño y  su destinación a Sudamérica  había sido solicitada por él, aunque parece que originalmente había pensado en Brasil. Algunos años antes había llegado a Curanilahue otro cura italiano,   que había gestionado la venida de un grupo de connotados profesionales  jóvenes  italianos a fundar  lo que se denominó el  Centro de Adiestramiento Popular para capacitar a trabajadores del carbón en oficios  técnicos más calificados . Todos ellos  terminaron participando con entusiasmo de las ideas del gobierno de la Unidad Popular a favor de los más pobres yfueron expulsados del país después del golpe militar, acusados de sedición por algunos vecinos y las autoridades militares , incluyendo al cura  , que salvó con vida después de haber  sido golpeado y abandonado en la carretera. Entonces llegaron dos curas italianos más, uno de ellos era Ignacio. Fue destinado  al Arzobispado de Concepción en la época en que Don José Manuel Santos era el obispo y  un joven Alejandro Goic era nombrado obispo auxiliar, autoridades eclesiales comprometidas con la defensa de los derechos humanos y el trabajo social de la Iglesia que resultaron fundamentales para entender y apoyar a Ignacio, especialmente cuando arreciaron las acusaciones en su contra por aquellas prédicas suyas y artículos que denunciaban los abusos de  los empresarios  forestales y del carbón, además de la falta de libertades. Mas allá de su calma , de sus ademanes relajados, de su voz grave y su sonrisa  agradable; más allá de su imagen de cura medio poeta y medio músico, Ignacio era un tipo radical: vivía el evangelio que predicaba y nos empujaba a hacer lo mismo. Era muy difícil seguirlo sin hacer trampas. Vivía  en la pobreza material, y si alguien, conmovido por esa pobreza le regalaba una estufa, un televisor , dinero, ropa o algún otro objeto que mejorara sus condiciones de vida,  debía aceptar que lo más probable es que él lo regalara , a su vez, a quien le pidiera ayuda  o a quien  él estimaba que lo necesitaba más. Algunas veces lo cuestionamos porque terminaba regalando zapatos o pantalones a personas que tenían más que él y lo engañaban. Si éstos eran campesinos pobres o mapuches, solía decir que no le importaba que lo engañaran aquellos que antes habían sido engañados por  europeos, como él. Una vez me detuvo en el callejón interior , camino al Hogar Campesinoese  para decirme, con ese sonsonete  medio italiano, medio portugués : “Raquel me ha contado que compraron  un televisor para poner en el dormitorio. Pero el Hogar ya tiene un televisor grande en el salón, donde todos pueden ver juntos ¿Para qué quieren otro?  ¿Por qué no me lo das para llevárselo  a la señora X, que está enferma y no tiene radio ni televisor?  Intenté negarme con excusas infantiles, me vi diciendo que habíamos trabajado duro para comprarlo y doña X no había hecho nada para tenerlo, que no era mi culpa y que…  sus ojos, al otro lado de esos vidrios semioscuros,   tenían una mezcla de desengaño y burla, como si me hubiese provocado sólo para saber que yo   era uno más, del montón. En los años que compartimos tuvimos muchas situaciones como ésta, y la mayoría las conversamos,  curiosamente, en aquel callejón que salía desde el Hogar Campesino a la calle, y que ahora lleva su nombre . Una vez me detuvo para preguntarme por qué no iba a misa desde hacía tanto tiempo; de nuevo me costó mirarlo a los ojos y decirle la verdad : yo no estaba hecho para ser un cristiano como  el evangelio qué él predicaba, no era consecuente, era simplemente un tipo débil y no quería ser un cínico más de esos que terminaban  sentados a la misa , llevando una doble vida. Tuvo un gesto de ternura hacia mí. Me dijo que esto era un proceso largo, que yo era un ser humano y , como tal, estaba lleno de dudas y debilidades, pero lo importante era caminar hacia el ideal, aunque nunca se lograra.   Sus prédicas  habían terminado por ahuyentar a los personajes más empingorotados de aquella  comunidad y había hecho nacer una iglesia  al estilo de las comunidades de bases, democrática y participativa,compuesta por hombres y mujeres sencillas y comprometidas en lo social.  Las familias católicas  tradicionales se habían ido apenas el cura llegó al pueblo y sacó las imágenes de santos y las figuras de yeso del templo, dejando sólo las de Jesús. Pero sus seguidores más entusiastas eran los jóvenes, Raquel y yo incluidos. Ya dije que no era fácil seguirlo, por su radicalismo, pero no  había forma de eludir sus llamados. Había terminado por ganarse el respeto entre los trabajadores y dirigentes políticos a base de un compromiso claro con los pobres y perseguidos . La casa Parroquial fue el espacio natural para quienes organizaban una huelga, una olla común, una obra de teatro, una peña folcórica , una venta de ropa usada, una función de títeres. Por estas y otras acciones fue llamado varias veces a dar explicaciones a la gobernación provincial, que  estaba en manos de los militares, y conminado a dejar el país. Lo hubieran sacado, a no mediar la defensa férrea del Obispo y, en especial, del obispo auxiliar, quien lograba ver en Ignacio no sólo a un cura motivado por el tema social y político, sino, fundamentalmente, a un sacerdote iluminado  por el evangelio.  Este cura parecía estar más cerca de Dios que cualquiera de los otros , así que, en el fondo,   lo admiraba. Una vez, recuerdo nítidamente, algún miembro de la iglesia, o un infiltrado , citó sus comentarios de la misa para acusarlo con las autoridades militares. Su reacción, al domingo siguiente fue  decir, al iniciar sus comentarios en esta parte de la misa , lo sapo debe prender la grabadora para llevarla a su  jefes y acusarme para que me devuelvan a Italia. Préndala fuerte porque voy a decir cosas fuertes sobre lo dueño de la empresa Arauco, que están explotando al trabajador forestale…” .  Muchas veces, en la misa o en otros lugares en que hablaba, solía rematar sus frases citando el verso de alguna de mis canciones , diciendo  como en esa canción de Pancho, que ahora nos va a cantar a modo de refleción finale”, y allí debía ir yo tras una guitarra para cantar, con o sin micrófono, y cerrar la prédica como él la había improvisado.

 Las quimeras

 

 

 

 

III

 

Ignacio era un ecologista. Las canciones que nos cantaba en la peñas casi siempre tenían esa temática  Los más jóvenes habían cruzado con él la cordillera de Nahuelbuta durante varios días, durmiendo a la intemperie  y observándolo en sintonía con los bosques, las aguas, los coleópteros. Alguna vez le vieron echar abajo las alambradas que las empresas forestales ponían en sus bosques para que los campesinos que aún quedaban en esos lugares tuvieran que llevar a sus animales a otros lados y no pudieran usar los caminos construidos  para el paso de los grandes camiones , debiendo  dar largos rodeos para llegar al pueblo. Muchos se aburrían y terminaban vendiendo sus tierras  a la empresa forestal ; luego se iban a la periferia pobre  de las comunas de la provincia de Arauco. Salvo ese gesto, no recuerdo haberle visto violentarse jamás. Yo caminé con él por algunos lugares paradisíacos, como el alto bío-bío, antes de que fuera inundado por una represa hidroeléctrica. Caminamos con Ana María  y Raquel durante una semana, deteniéndonos en lugares como Kaiñicú, Pitra cuy-cuy y Trapa Trapa .. Yo llevaba los utensilios de cocina en una especie de alforja que me dieron los lugareños para ir más cómodo y que me hacía aparecer como una de esas ovejas con cencerro,. Todos íbamos muy cargados, pero éramos jóvenes  y caminábamos durante horas . Dormíamos bajo los árboles y, cuando se podía, en algún albergue. Nos bañábamos en el río Queuco, donde nace el Bío-Bío  El viaje era recreacional, para contactarnos con la naturaleza, pero Ignacio no pudo evitar reunirse con un grupo de pehuenches que necesitaba organizarse para defenderse de los abusos de los terratenientes del sector. Como en otras ocasiones, fui su asistente. Su condición de europeo culto le hacía tener claridad sobre el riesgo de alterar la naturaleza, de destruir lo que era irreparable. Amaba la naturaleza. Subimos varias veces a la Piedra del Aguila, entre Cañete y Angol. Nos abrazábamos a esas araucarias gigantes que llevan más de dos mil años de pie en la montaña. En las noches  hacíamos fogatas  y compartíamos largos silencios, escuchando el crepitar de las llamas , el canto de algún pájaro nocturno y el ruido que en el bosque hacía una hoja cayendo o la pisada de algún animal huidizo.  Reconozco que en esos bosques le escuché las prédicas más  hermosas y emocionantes. Desprovisto del entorno social antagónico, inmerso en la naturaleza, por sus palabras, como canciones,  iba Jesús caminando por el campo, deteniéndose ante el vuelo de los pájaros o la belleza de los lirios; Jesús , como un hermano mayor, admirable, amable,  conectándonos con  la vida , la justicia, la belleza de los bosques y ríos; Jesús , más vivo que nunca. Conocía mejor que nosotros las quebradas, los riachuelos de la zona; sabía que las empresas forestales arrojaban residuos químicos a sus aguas y que los peces morían, sabía que cada plantación de pino secaba más la tierra y la inutilizaba para otra cosa que no fuera pinos  y eucaliptus. Bajé con él a un par de pirquenes  lóbregos. “Cuidado, padrecito, no se vaya a enterrar en el barro”, le decían los mineros, contentos de que él  supiera en qué condiciones trabajaban. Recorrimos el antiguo campamento minero de Plegarias, donde vivieron mis abuelos después de bajar de las montañas de Nahuelbuta      y adonde fui muchas veces siendo niño. No quedaban casas, las pocas que estaban de pie parecían a punto de caerse y las condiciones de vida eran duras; no había agua potable, luz ni alcantarillado. Dentro de su pobreza, la gente hacía esfuerzos por atender a ese curita que llegaba hasta ellos caminando, con una mochila al hombro (tengo esa mochila .Me la dejó de regalo en uno de sus últimos viajes, cuando sabía que ya no volvería a subir caminando hasta la piedra del águila). Le ofrecían una sopaipilla recién hecha, un pan amasado recalentado, un vaso de agua con harina tostada o aquello que tenían a mano y que él aceptaba sabiendo que aumentarían sus problemas hepáticos adquiridos en Curanilahue . No sé por qué no usaba un vehículo para esos viajes , pero, si lo hubiese hecho, no habríamos podido seguirlo. A vece íbamos 15, 20 y hasta 30 siguiéndole por esos senderos. En las subidas no había cómo mantenerse cerca de él, era un verdadero 4X4, pero lo dejábamos adelantarse, sabíamos que en las bajadas podríamos alcanzarlo, ya que un vieja dolencia en una de sus rodillas lo obligaría  a ir despacio . La primera vez que caminé con él fue a Trongol Alto; fueron varias horas con una mochila a las espaldas  ;  cada cierto tiempo sacaba tarros y libros  que llevaba de regalo y que enterraba para recogerlos al regreso, cuando la bajada hiciera menos pesada la carga. Llegamos casi al anochecer a una escuelita donde estudiaban los pocos niños que aún quedaban en el sector. Me lancé a las aguas del río, para refrescarme, pero debí salir corriendo  antes de congelarme. Dormimos en una de las salas, con piso de tierra. Al día siguiente observé a quien hacía de profesora. Era  Rosita, miembro del grupo juvenil parroquial. Estaba haciendo un servicio allí, tal como Raquel y yo hacíamos el nuestro, pero ella lo hacía en condiciones mucho más duras y su trabajo era más valioso que el nuestro. Ella había sido una alumna de pésimas notas en el liceo y no había seguido estudios, su carácter duro le valía muchos enemigos, por entonces, y , sin embargo, sus alumnos  aprendían a leer y a escribir con ella, allí en la soledad del bosque, lejos de la civilización. La respetaban y querían. Esa escuela la habían construido los campesinos y  estaba abandonada  por el MINEDUC, entonces el cura decidió llevarla, a pesar de que los niños no tendrían certificados de promoción. La gente le retribuía con comida. Ese fin de semana le obsequiaron dos gallinas vivas, ponedoras, , y yo regresé de Trongol Alto  , caminando 7 horas con una de esas gallinas  semi-asfixiada debajo de mi axila y maldiciendo a la Rosita por haberme pedido que se la pasara a dejar a su casa.  Otra vez lo seguí a un campo  llamado El Tesoro. Era invierno y el camino estaba intransitable. Tuvimos que irnos  por medio de la huella, hundiendo los zapatos en el lodo. Íbamos  el dentista, Ignacio y yo. El dentista y yo terminamos con los zapatos en la mano, desprovistos de la suela que había sido aspirada  por la fuerza centrífuga del lodo . Recuerdo los calcetines de lana chilota del dentista , el turco Pualuán, que arrojó los botines inservibles a la vera del camino. Oficié de ayudante suyo en la primera parte del «operativo», mientras él sacaba las muelas y las iba tirando a un balde  al que los chanchos acudían gozosos para triturarlas, tal comoél me había dicho que ocurriría mientras caminábamos hacia el campo.  “Más algodón, don Bancho”, me decía el turco, riendo y exagerando su condición de tal. Mientras tanto Ignacio estaba reunido con el grupo que había sabido de su llegada  y que quería presentarle los problemas locales. No tenemos  esto, nos falta aquello…, comunidades abandonadas y a las que no llegaba , por entones, ningún tipo de ayuda, Finalmente  Ignacio hizo una misa en la que bautizó y casó a varias personas a la vez. Oficié de ayudante del sacerdote y mi premio fue el cáliz lleno  de vino pipeño bendecido para la misa  , pues él no podía beber  por su afección al estómago y el turco no comulgaba.  Para nuestro regreso los campesinos nos prestaron unos caballos que nos dejaron caminando como vaqueros durante  la semana siguiente.

 

 IV

 

 

A Ignacio le gustaban las peñas folclóricas. Las impulsaba como impulsaba todo aquello que estimulara la creación artística, especialmente de los jóvenes. Cantaba en ellas y tocaba el acordeón. Cantaba distintas canciones de nuestro folclor,  aunque la que hacía las delicias de sus seguidores  era una historia en la que preguntaba a varios niños  “¿y tu padre , qué hace?” , los niños respondían con oficios como labrador, carpintero, etc, y venía el estribillo, cantado a coro, hasta que un niño respondía que su padre era CAPITAN, entonces, la inflexión de su voz, dándole un tono macabro al oficio,  sacaba los aplausos del respetable público. Muchas veces cantamos a dúo, para lo cual nos juntábamos y preparábamos algunas canciones. Yo tenía una pequeña grabadora en la que a veces grabé esas canciones que aún conservo.

 

En una de las tantas oportunidades en que sus superiores recibieron las quejas de las autoridades políticas  por el cura “comunista” de Curanilahue, los obispos le pidieron que se centrara más en los aspectos pastorales que sociales de la parroquia. Entonces decidió llevarnos a unas jornadas de profundización de la fe. Todos los que estábamos cerca de él y realizábamos alguna acción de tipo social en la parroquia, debíamos ir a  reforzar nuestra formación pastoral. No estábamos de acuerdo, pues nos parecía que el compromiso que teníamos en lo social era producto de nuestra fe, sin embargo, considerando que era una especie de penitencia para él,  lo acompañamos  En el segundo de estos encuentros , durante la noche,   golpearon el portón del lugar en que nos encontrábamos, en Los Alamos. Me asusté, pensando que podrían ser los militares, pero era una comitiva del obispado de Linares que traía a una persona para integrarla a la jornada. Era un joven abogado que trabajaba con el Obispo Camus en la defensa de derechos humanos. No supe más. Pero al día siguiente, cuando estuve pasando la lista de asistencia, le pregunté su nombre: “Juan Mihovilovich”, me dijo el abogado.  No quise preguntarle , pero estaba seguro que él era el escritor  magallánico al que algunos medios hacían referencia como una promesa en la narrativa chilena. Lo había leído en algunas publicaciones de la Iglesia, en la que por esos años incluso se difundía la literatura chilena no oficialista    Me lo confirmó más tarde, cuando se lo pregunté. Al finalizar la jornada, en presencia de Monseñor Santos, ese obispo pequeño que se atrevió a denunciar a los agentes del gobierno militar por haber asesinado a unos miristas en Concepción y simular un burdo enfrentamiento (tenían orificios de balas en sus axilas, lo que muestra que iban con las manos en alto cuando les dispararon) , Ignacio cerró la jornada haciendo alusión  a la letra de una de mis canciones, invitándome, como otras veces, a cantarla. La canción decía  “no es un ajuste de cuentas la vida, no es, a pesar de tantos muertos, cada día descubiertos”. Poco tiempo después Juan me escribió una tarjeta para agradecer el encuentro en que nos conocimos y pedirme que fuera a cantar ésa y otras canciones a un encuentro con campesinos en  Linares. Hasta hoy somos amigos, y en más de alguna ocasión hemos hablado de Ignacio , a quien él sólo conoció durante ese encuentro , pero que le provocó una fuerte impresión.

 

 V

 

 Fiel a esa frase  bíblica en que Jesús dice que para seguirlo hay que abandonar padre y madre, Ignacio casi no iba a ver a su familia. Muchas veces había que presionarlo para que fuera. Quería a sus padres, ya ancianos, y a sus hermanos, que lo colmaban de regalos cuando regresaba a Chile, pero estimaba que no se podía abandonar a la comunidad cristiana para volver a la casa paterna.  A su regreso repartía esos regalos, pero  algunos habían sido elegidos para él de manera especial, y le complicaba obsequiarlos. Una vez llegó a verme Ana María;  el pobre Ignacio no sabía qué hacer con un terno que su hermano le había comprado. Era un traje de tela fina y de un modelo exclusivo. El no podría usarlo en medio de la gente pobre de Curanilahue, pero tal vez yo podría, después de todo,  mi condición de profesor era compatible con la solemnidad de un terno, además era azul, me quedaría muy bien. Le dije que muchas gracias,  que aceptaba el regalo. Había una sola condición; debería cuidarlo, porque era un regalo especial para él y cada vez que me lo viera puesto, pensaría en su familia.  Me quedé con el terno y en mi primera aparición pública los más cercanos comenzaron a burlarse , diciendo que con aquel traje me parecía  a Maluenda, un animador de la TV de los años 80. Me miré después en el espejo y encontré que los idiotas tenían razón, la tela  despedía unos brillos como de lentejuelas, así que sólo usé la chaqueta en contadas ocasiones,  preferentemente cuando también estaba presente Ignacio, que sonreía satisfecho al saber que el regalo de su hermano estaba en buenas manos .

 

En el espacio más íntimo, Ignacio era un tipo sensible, culto y universal.  Conocía a poetas, músicos, cantautores y , por supuesto, a los curas poetas, como Casaldáliga , a quien fue a conocer a Brasil y acompañó durante algunos meses. Tenía la música de  Bob Dylan , y cantaba Blow in the wind con una letra hecha en español  “cuántas veces  hacia arriba el hombre ha de mirar, hasta encontrar su verdad; cuántas las veces que el hombre ha de matar…” Una vez le puso letra a la canción  de Roberto Carlos: “yo quisiera quemarle el negocio a la tía Lila”, en alusión al prostíbulo donde los mineros dejaban el dinero de sus sueldos. Fue todo un éxito. Al regreso de uno de sus viajes me regaló el cassette de un cantautor italiano , desconocido por mí, Fabrizio de André. Quedé fascinado con esa música. Acordamos ensayar un tema llamado ANDREA para cantar en un festival , pero no alcanzamos a hacerlo, su enfermedad lo alejó de Curanilahue y ya no se pudo.  Cuando llegó a mis manos la música de  Silvio Rodríguez, se la llevé para que escuchara aquella maravilla en que todo era posible. Al día siguiente, en el callejón que hoy lleva su nombre,  me lo devolvió diciendo : “e un poeta este hombre”.  Cantábamos a dúo una que dice “esta extraña tarde, desde mi ventana”  .  A veces, en las heladas noches de Curanilahue, mientras compartíamos unas castañas calientes con mate, junto a la estufa a carbón en la casa de las monjas, cantábamos  aquello que más nos gustaba. Yo le pedía que cantara “el extranjero”, en italiano. También tengo esa versión grabada. 

 

Ignacio tenía una máquina de escribir olivetti, italiana, con el tilde al revés. En su ingenuidad escribió varios artículos contestatarios con ella, permitiendo su rápida identificación por parte de las autoridades de turno . Esa ingenuidad resultaba, a veces , ser la más osada de la ideas. Un día apareció por mi casa para decirme que había estado pensando en una imagen de Jesús minero, un Jesús vestido de minero, saliendo de las entrañas de la tierra. Quería pintarlo él mismo, pero se acordó de un amigo en común, un pintor al que yo ubiqué esa misma tarde y convencí para el proyecto. Había un  pequeño problema, me dijo, pues  el lienzo debía cubrir todo el ancho y alto del altar y debería estar listo para el atardecer del día siguiente, cuando  la procesión regresara al templo después de un vía crucis por las calles del pueblo. Nuestro pintor comenzó la obra a las 10 de la mañana, pues no pude sacarlo antes de la cama. Cada cierto tiempo se asomaba Ignacio para ver cómo iba la obra. Hasta el mediodía sólo eran trazos sobre un lienzo de plástico de bolsas añadidas hasta cubrir el fondo del altar. Durante la procesión mantuvo contacto con nosotros a través de un mensajero que llegaba a la entrada del templo y gritaba “dice el padre Ignacio si ya está listo el Jesús minero”. Nuestro pintor respondía :”dile que en la próxima estación vamos a estar listo”. Se acercaba la última estación del vía crucis y el lienzo no se terminaba. Entonces nuestro pintor le dijo al mensajero “dile al padre que alargue las últimas estaciones, que los haga rezar y cantar para que podamos terminarlo en una hora más”. Fue el vía crucis más largo del que se tenga memoria. Guardamos las brochas, los tarros de pintura y los overoles que habíamos usado. Los cantos se escuchaban en la entrada de la parroquia. Apagué las luces, como me había indicado Ignacio, y la procesión entró a oscuras, usando algunas antorchas. Desde el altar Ignacio  creó el ambiente y dijo las palabras claves para que yo encendiera las luces desde los controles. Entonces hubo una exclamación de admiración y recogimiento: desde el fondo de la mina intentaba levantarse un minero, a torso desnudo y sudoroso, con su casco sobre su cabeza y  el rostro tiznado, pero no podía por el peso de la cruz sobre sus espaldas. El rostro era el de cualquier minero de Curanilahue, dolorido y a la vez estoico Ese lienzo se convirtió en un símbolo y estuvo en el templo por más de diez años, hasta que fue reemplazado por nuevas imágenes de santos cuando la Iglesia chilena le quitó fuerza al tema social, con el retorno a la democracica.

Una vez regresó de Sara de Lebu, una zona mapuche, muy pobre, donde una monjita emprendedora había organizado a la comunidad para que reuniera sus productos en una especie de cooperativa y las vendiera sin intermediarios. El problema es que había que abrir mercados nuevos, y era difícil. Recuerdo a Ignacio predicando en favor de los productores pequeños organizados en cooperativa. Nadie compraba, todos seguían yendo al supermercado a comprar las cajas de leche mientras él iba, incansable, pedaleando en su bicicleta azul a entregar los pedidos de leche que había logrado apuntar en su libreta a la salida de la  misa.  La leche llegaba en un tambor, en los buses provenientes de Lebu. El llenaba los lecheros y salía a entregarlo a los clientes que había anotado en su libreta acompañado de alguno de los jóvenes que lo seguían en todas sus iniciativas.  Ignacio  no se quedaba en las prédicas  hermosas ni en la crítica  rotunda desde el púlpito, estaba donde  debía estar, en medio de los necesitados. El mundo estaba cambiando y el emprendimiento parecía ser la solución al desempleo. Intentó ayudar a un grupo de jóvenes en la producción de artesanía, también a un grupo de pobladores a los que capacitó para que prepararan y envasaran champiñones con los hongos recogidos en los bosques de pino, emprendimientos que  duraron poco , porque los chilenos no somos tesoneros y porque él mismo carecía de habilidades para hacer dinero.

 

 Ignacio ha sido la persona  a la que más he respetado  en mi vida. Me contó entre sus amigos y eso será siempre un honor. Yo lo cuento entre mis maestros. Sus huellas pueden rastrearse aún en personas y familias de Curanilahue a quienes les cambió la vida, en miembros de comunidades de base  que aún se reúnen cantando canciones de la misa nicaragüense que una vez nos trajo para renovar los cantos .  Se fue a Italia en el 85, buscando poner término a sus dolencias, pero más bien a morir entre sus familiares. Los curas claretianos que lo reemplazaron siguieron su línea y admiraron su trabajo. Algunos años después  su enfermedad desapareció inexplicablemente, entonces fue autorizado a volver a Sudamérica. Esta vez iba a ser Ecuador, pero  primó el amor a Chile, aunque llegó a un lugar menos húmedo, para no morir tan rápido.  Sólo estuvo bien un corto tiempo en Hualqui, el suficiente como para que allí lo descubrieran y valoraran. Volvimos a subir a la Piedra del Aguila , esta vez sin mochila, en un jeep que debía detenerse en los tramos más accidentados para que el movimiento no le agudizara sus fuertes dolencias. Lo recuerdo nítidamente, tendido en un diván y cubierto con una manta al regreso de aquel viaje, en la casa «de los italianos» , que por aquella época ocupábamos. Mientras hablábamos de cualquier cosa que nos ayudara a evadir el tema de su enfermedad, no pude evitar pensar en su muerte. Imaginé una canción donde él le preguntaba a la  persona que lo cuidaba. «Dime quién anda por las calles /siento que silban melodías como balas/  Supón que ahora, en esta cama, me muero gris, me muero sin tener las ganas». 

Unos días después   volvió a Italia, donde murió antes de cumplir 50 años.

 

 

 


7 respuestas a “El Padre Ignacio”

  1. Mientras leía, me comenzó a inundar ese olor a carbón y barro, mezclado con piñones….olores y sensaciones que románticamente recuerdo cada invierno.
    Gracias por compartir esos recuerdos que me hacen parte de la historia que el tío Ignacio dejó en Curanilahue y en nuestros corazones.

  2. Imposible no emocionarse hasta las lágrimas al leer esta historia que me ha retrocedido en el tiempo. Tantas experiencias, viviencias que vamos dejando atrás. Siempre me he preguntado como nació este deseo de servir a otros y otras. Para mí también ha sido la persona que mas he admirado, fue un verdadero ejemplo de cómo vivir al estilo de Jesús.
    Ignazio siempre ha estado y estará en nuestros corazones. Gracias por recordármelo

  3. Pancho, me has emocionado con tus palabras y me has hecho retroceder en el tiempo y recordar al Padre Ignacio y lo importante que fue para muchos acá en nuestra comuna.

  4. Gracias pancho…porque me renuevo…sé que la vida elegida no es mentira…hoy estoy inundada de ese amor primero.

  5. Gracias, Pancho por la historia del PADRE IGNAZIO… me sentí muy identificado con tus palabra, muchas de ella vividas juntos.

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