Vivir en Curanilahue


Vivir en CuranilahueSupongamos que llegaste a Curanilahue viniendo desde el Norte, que al tomar la recta por donde se entra al pueblo viste esos montículos humeantes de tosca, tierra y carboncillo acumulados que parecen esperar el camión de la basura, pero que en verdad no esperan nada, sino que están allí desde quién sabe cuándo. Supongamos que miraste las habitaciones de madera, esas como cajoncitos descuadrados que desfilan desacompasadamente hasta el fondo del valle, donde se encumbra el caserío verdadero con sus colores desgastados, retorciéndose en las callejuelas, subiendo y bajando, haciéndose a ratos menos nítido por culpa de esa especie de bruma que en realidad no es bruma, sino humo espeso saliendo de los cañones de lata de las cocinas a leña y carbón de piedra, dejando en las gargantas un sabor a gris, porque, justamente, fue la palabra GRIS la que se te vino a la mente cuando tomaste la recta por donde se entra al pueblo y pensaste “¿cómo puede esta gente vivir en un pueblo así?”

Supongamos, ahora, que no llegaste del Norte, sino de más al Sur; precisamente de las montañas de Nahuelbuta, ese cordón que pasa al fondo de Curanilahue, que luego se agiganta y luego adelgaza y luego sigue subiendo por un sendero de avellanos, insectos y araucarias. Que venías de allí y que en uno de esos cortes, como precipicio, que tiene en sus curvas el sendero , te detuviste a descansar y viste allá abajo algo como una mancha clara en medio de los pinares; una mancha que después de reanudar la bajada estalla en miles de colores hasta que puedes distinguir las casas verdes , café o amarillas, pero casi siempre verdes y sigues bajando , ahora cada vez más rápido, mientras escuchas el golpe de un martillo sobre el yunque, los ladridos repetidos, los motores, las sirenas que con su sonido de urgencia anuncian el cambio de turno en las minas de carbón y te imaginas a la multitud de niños jugando y riendo, a las mujeres gritándose algo mientras estrujan las ropas en los lavaderos colectivos, a los hombres saludándose como si pelearan para hacerle engaños a la ternura y entonces te animas y picoteas con fuerza a los bueyes para entrar al pueblo justo cuando las ampolletas del alumbrado público se encienden, tu corazón se sobresalta y no puedes evitar gritarle a quienes van contigo en la carreta “Ah, ¿cómo será vivir en Curanilahue?”

Así llegaron mis abuelos. Venían de las montañas, de muy arriba. Venían de allí donde una vez el bandido Pájaro Niño se detuvo para descansar y obligó a mi bisabuela a preparar guisos para toda su pandilla, sacrificando uno de los vacunos robados que llevaba desde Los Alamos a Santa Juana. Venían de uno de esos lugares donde casi no habitaba un alma, donde los Carabineros no pudieron reducir ni a tiros a la tía de mi abuelo, doña María Burdiles, que tuvo fama de amazona, amante y pendenciera y que no devolvió nunca las tierras que trabajó junto a su padre porque desde niña las consideró propias, sin saber que aquí las tierras casi nunca son de quien las trabaja. Venían de un lugar donde mi madre dice que la miel más rica estaba en el hueco de unos árboles gigantes que el abuelo echaba guarda abajo para proveerse de madera y para que ella y sus hermanos corrieran con los jarros con harina recién tostada y agua fresca de las vertientes para compartir el primer dulzor de la primavera.

Así llegaron, y después de un tiempo se fueron a las minas de Plegarias. Lo sé porque yo mismo, alguna vez, llevé las viandas del abuelo hasta la entrada del socavón donde trabajaba rodeado de lámparas y herramientas que hacía a un lado para instalar en el mesón un plato gigante y devorar su contenido en un formidable ritual que yo prefería ignorar, pues me daba vueltas a mirar los carros que entraban y salían , las cintas transportadoras, los fierros y el barro del recinto mientras mis dedos jugaban en el fondo del bolsillo con las migas del pan que había hecho la abuela , totalmente ajeno a los pitazos de la locomotora que anunciaba su regreso a Curanilahue.

Pero, supongamos que nada de esto es cierto, que tú naciste aquí y de niño recogías nalcas, dihueñes, maqui o murtilla, por aquí, no más, tan cerca; antes de que las plantaciones de pino empezaran a secarlo todo; que de niño te bañabas en el río, allí, no más, debajo del puente cimbra, antes de que las vegas fueran poblaciones y el río un tiradero de basuras. O que tal vez eres de una generación reciente, de esa que ya no tuvo trenes que ir a despedir; de esa que creció cuando las últimas películas desaparecieron del cine de los turcos y empezaron a mirar monos animados en la televisión, descubriendo el mar y otras bellezas que no habías visto porque, tal vez, eres de los que nunca salieron del pueblo. O puede que seas de los que se fueron y volvieron porque no aprendieron a vivir sin Curanilahue. O tal vez eres de los que llegaron del Norte y ahora haces gala de las mismas costumbres que tenían mis abuelos. Como sea que llegaras, para ti es este testimonio que muestra lo que es VIVIR EN CURANILAHUE; para ti, que en esta hora de incertidumbre, te pones a pensar si no será mejor marcharse, que el ambiente, que los niños, que la falta de trabajo…, pero terminas como yo, levantándote convencido de que no hay otro espacio que pueda llenarte de vida como Curanilahue.

(Escrito el año 1995 para servir de prólogo a la publicación del libro “Vivir en Curanilahue”, concurso comunal de testimonios locales convocado por la Corporación de Ayuda a Curanilahue , y publicado en1997, en el Texto de Educación Ambiental para séptimo, octavo y primero medio, proyecto estación ecológica, Corporación de ayuda al desarrollo de Curanilahue, pp. 27 y 28))


2 respuestas a “Vivir en Curanilahue”

  1. Me gusto, me trajo recuerdos de cuando vivias aca en Curanilahue. Algunas de esas cosas que mencionas quedan, sin embargo, el tiempo que avanza sobre todo y todos ha cambiado esa imagen de tu pueblo.
    saludos.

  2. curanilahue un pueblo de penas y alegrias para mi,francisco ruiz ,una real alegria,un hombre del pueblo y la poesia.
    saludos

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